SIMULCOP DE INFANCIA
Durante
mi infancia, leer y escribir, llaves
simbólicas del saber y del poder, para los eruditos, eran para mí
sinónimo de juego.
En
mi época y en el barrio urbano que me crié, se llamaba librerías a
los comercios en los que se vendían lápices de colores, unos
anotadores llamados Congreso que no faltaban en las casas, blocks de
hojas de colores, papel glacé, plasticola, gomas de borrar tinta y
lápiz. También sobres y papel de carta, y los cuadernos Simulcop,
ese invento de los 60 para dibujar como los dioses. No se vendían
libros.
Así
entonces, el primer contacto con la palabra escrita, eran los
periódicos y las revistas. Para chicos, a comienzos de la década
del ’60, comenzó a editarse Anteojito, una creación de Manuel
García Ferré, el creador de los primeros dibujos animados en la
Argentina. El personaje era un niño de unos 8 años, muy tranquilo e
inteligente, que usaba grandes anteojos, y vivía con su tío llamado
Antifaz. A la galería de personajes entrañables, se sumaban
actividades para realizar. Además me compraban historietas. Las
aventuras de un cacique noble de estas tierras, llamado Patoruzú, y
las locuras de un personaje peculiar, Isidoro Cañones. Las
ilustraciones permitían imaginar la historia, aunque los textos
resultaban aún un misterio.
Recién
el colegio abría las puertas al mundo de la lectura, y eran los
maestros los que nos iniciaban en ella. Con orgullo puedo decir que
mi maestra de primer grado, Cristina Doce, fue quien me enseñó a
leer y de las primeras personas que me animó con la escritura.
Si
muchos de los de mi generación aprendimos a leer, leyendo
historietas, en mi caso, una vez adquirida la herramienta, devoré
con avidez cada libro de la biblioteca familiar, recuperada en la
actualidad para amurar en mi habitación.
La
lectura era un acto solitario, casi secreto, y los personajes de
historietas y de libros, tan reales como cualquiera de mis familiares
o amigos.
Los
libros se convirtieron en un buen refugio, buscaba algunas respuestas
que no encontraba alrededor y eran una verdadera compañía. Soy la
menor de cinco hermanas mujeres, y a medida que mis hermanas se
casaron, la biblioteca se fue despoblando. Como ser mayor otorgaba
algún derecho, se llevaron unos cuantos libros que yo amaba, aunque
a nadie le importó.
De
la colección Robin Hood, conservé El príncipe feliz, Mujercitas y
Bajo las lilas, pero nunca encontré el ejemplar de Corazón que me
había regalado mi madrina de bautismo. Era de tapas duras, rojo
brillante, y tenía representado al pequeño Marco con las montañas
de fondo. No puedo contar cuántas veces viajé de los Apeninos a los
Andes, acompañándolo.
En
un estante tengo reunidos a mis amigos de la adolescencia, las Voces
de Antonio Porchia, Pedro Páramo, Juan Salvador Gaviota, Mi planta
de naranja lima y El principito con el lomo pegoteado por una reseca,
amarillenta y ajada cinta scotch. Para un cumpleaños, a propósito
del cincuentenario, me regalaron una edición encuadernada en tela
color azul, y aunque trae dibujos originales de Saint Exùpery, no
tiene para mí el mismo valor.
En
ese estante preferido tengo además a Corín Tellado, descubierta por
casualidad en los mismos anaqueles que los clásicos, en mi primer
viaje a España. Con el mismo entusiasmo con que solía perderme en
las librerías de la Avenida Corrientes, encontré a la asturiana;
según la UNESCO, la autora de habla castellana más leída después
de la Biblia y de Cervantes.
En
la ocasión no eran novelitas usadas, elegidas entre pilas bien
ordenadas en prolijos y polvorientos cajones que tenían esos locales
de canje o venta, sino ejemplares originales que me hicieron ilusión.
Estaba
ordenada alfabéticamente en una clara demostración de que no existe
género menor. Cabrera Infante declaró que su
tarea de corrector de la prolífica escritora de novelitas rosa –la
inocente pornógrafa, como él la llamaba–, fue determinante para
su posterior dedicación a la escritura.
Eterna
la poesía, asoman en ese mismo estante Machado, Hernández y
Prevért, y los argentinos Girondo, Gelman y la Orozco; allende la
Cordillera, Neruda y Vicente Huidobro; e Idea Vilariño y Mario
Benedetti, desde el otro lado del charco. Poemas aprendidos de
memoria de tanto andarlos y desandarlos.
Mientras
los demás aborrecían los clásicos del secundario, yo disfruté al
deslizarlos de sus estantes, para mis sobrinos y mis tres hijos
después. El poema del Mío Cid, el hidalgo caballero Don Quijote de
la Mancha, Platero y yo, Los árboles mueren de pie, El lazarillo de
Tormes y Pepita Giménez entre otros, se han mantenido vivos a fuerza
de subrayados y anotaciones.
El
juego continuaba para mí y quería contagiarlos, al iniciarse el año
escolar y llegar con la lista de libros, ellos decían el título,
esperando que yo completara el autor. También se hizo costumbre que
les contara de qué trataban, cuáles eran mis preferidos y más aún,
cómo hacer sinopsis o resúmenes.
Como
lectora, los libros siempre me hicieron sentir esa magia de lo que no
se puede explicar. Me convirtieron en protagonista.
Sandra Patricia Rey
Abogada, escritora y creadora de la revista Megara.
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