La niña aprenderá las letras en casa —sentenció mi abuela. Y a contar también. Y así, la m con la a, repetida tantas veces, nunca se pronunció mamá: aprendí que a la b y la o se le añadía una n y se pronunciaba bobón que, en nuestro idiolecto particular, no significaba tonta sino buena. Mi abuela era artista: tocaba la mandolina, cantaba y bailaba. Me cautivaban sus dedos recorriendo las ocho cuerdas del instrumento haciendo sonar una y otra vez para mí “Los Niños del Pireo”.
—Otra
vez, abuela —pedía sin parar. Ella se esforzaba por introducir
nuevas notas, arreglos, variantes, que resonaban en la habitación y
me transportaban a mundos de luz azul y olores
desconocidos.
Años
después, en un barrio de Atenas del que me esforzaba en leer cada
cartel, otro músico tocando el bouzouki me retrotrajo a la cocina de
Bilbao y al sillón de orejas del rincón desde el que miraba
embelesada a esa mujer de dedos largos y sonrisa eterna. Aprendí,
pues, a diferenciar -an de -on, al ritmo de las notas, con los dedos
en forma de pinza oprimiendo mi pequeña nariz y creo que me hice con
el pentagrama antes que con el alfabeto.
Aprendí
a leer con los nombres de los alimentos, los indicadores de tráfico,
los carteles de las calles, un poema de Baudelaire que, no se sabe
muy bien por qué extraña razón, había acabado en el cesto de la
leña y que yo repetía, compulsivamente, sin llegar a comprender
cómo serían esos amargos abismos….
Souvent, pour s'amuser, les hommes d'équipage
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
Le navire glissant sur les gouffres amers.
—Lee,
lee —insistía mientras desgranaba las notas en las cuerdas— si
lees, escribirás. Y lo harás bien. Y a quien escribe bien, se le
respeta.
Y
leía, pues, sin parar, todo lo que alcanzara mi mano de niña
pequeña, en esa casa demasiado grande y demasiado fría, pero en la
que se escuchaba siempre la bonita voz de la abuela cantando.
Cuando
cumplí cinco años, llegaron los libros: Martina en la Escuela,
Martina en el campo, Las vacaciones de Martina… hasta completar una
colección que creí durante muchos años que se había escrito
especialmente para mí. Así que, cuando llegó septiembre y el
primer día de escuela, estaba lista para la aventura.
Pero
cuando la maestra escribió las veintisiete letras del alfabeto y nos
hizo repetirlas durante una hora y pasó después a ba, be, bi, bo,
bu y luego a ca, ce, ci, co, cu y así hasta llegar a la Z, yo ya
volaba entre nubes y pájaros con la cu de cuervo, la go de
golondrina y la ga de gaviota.
Volvía
a casa, mustia, hacía los deberes sin ganas y soñaba con volver a
la casa grande llena de música en la que la abuela se inventaba
frases que me hicieran pensar o reír y mezclaba las notas con las
letras. Es así como canturreaba « do mi si la sol fa si la si
re do mi si la do re », obligándome a escribir primero lo que
oía (que era lo mismo que las sílabas que nos imponía la maestra)
y, después, a sacarle un sentido a lo adivinado, que era algo como
«domicile à sol facile à cirer, domicile adoré» (lo que en
castellano sería algo como «hogar cuyo suelo es fácil de encerar,
adorado hogar», y no tiene gracia alguna) que, a mí, me resultaba
de lo más divertido.
Después
llegarían los poemas de Luis Aragón, cantados por Jean Ferrat, las
letras irreverentes de Brassens o el melancólico cinismo de las
canciones de Brel, impresas en octavillas, que vendía un viejecito
en los mercadillos de los viernes, entre frutas y verduras y
exprimidores de naranjas.
Luego
llegarían otros idiomas, otras canciones, otros poemas, otras
lecturas. Libros, libros y más libros.
—Lee,
niña, lee. Si lees, escribirás. Y lo harás bien. Y a quien escribe
bien, se le respeta.
Martina
Tuts
Editora.
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