En
mi vida, he aprendido varias veces a leer. La primera fue en
parvulitos, a los cuatro años. Sin apenas darme cuenta, comencé a
unir las grafías que, a diario, copiaba en los cuadernillos Rubio.
Un día la señorita Gracia nos mandó la cartilla Palau. Era
una cartilla de lectura. Es mi primer recuerdo, al que luego sumé el
de los maravillosos libros Senda de la editorial Santillana.
Cuando
aprendí a leer mis hermanas respiraron aliviadas. Ya no les daba
continuamente la tabarra para que me leyeran en voz alta mi libro
favorito. Uno sobre el niño Jesús en el templo, que no se titulaba
exactamente así y que, desgraciadamente, no he podido localizar en
mis largas búsquedas por Internet ni en las ferias de libros
antiguos.
Sobre
todo, aprendí a leer con las poesías. Con esos poemas de Machado o
Espronceda que nos hacía recitar de memoria junto al encerado.
Cuando me mandaban esos deberes, siempre pensaba que sería incapaz
de aprenderme aquellos versos tan largos. Gracias a la repetición,
lo acababa consiguiendo. Esos poemas, grabados desde entonces en mi
memoria, han sido las lecturas más inolvidables de mi vida.
También
recuerdo gratamente las incursiones a los libros de las estanterías
de mi casa. O a los que heredé o me regalaron mis hermanas. Me
acuerdo con gratitud de los lomos granates, con letras doradas, de
Selecciones del Reader's Digest de mi abuela, las aventuras de
Los siete y Los Cinco, las de Tom Sawyer o las
de Los muchachos de la calle Pal. Las emociones que viví con
Cuando Hitler robó el conejo rosa. Y el deseo de devorar, sin
querer que nunca se acabara, La historia interminable, de
Michael Ende. Recuerdo una maleta cargada de libros de Cuba, en la
que llegó Mi planta de naranja lima. Y La busca, de
Baroja, y después muchas más novelas suyas, o las de Herman Hesse,
Heinrich Böll, Carmen Martín Gaite... Así se me abrió un mundo
paralelo, en el que me sentía mucho más acompañada que en la vida
real. Leer junto al balcón, en las noches de verano, era lo más
agradable de las vacaciones interminables de mi adolescencia.
Casi
nunca he dejado de leer. Durante los años en que me dediqué a
preparar unas oposiciones, no pude hacerlo con la asiduidad que
quería. Sin embargo, cuando las aprobé, quise cursar algo
relacionado con la escritura. Los talleres de escritura de relato y,
posteriormente otros más especializados, me han enseñado a leer de
nuevo. Antes sabía cuándo un libro me gustaba o, por lo contrario,
me aburría, pero no sabía el porqué. O cuál era el motivo por el
que me emocionaba. Gracias a la lectura compartida de relatos y
novelas en talleres, aprendí de nuevo a leer. A analizar los textos,
intentando llegar más allá de lo que se deduce en las líneas, y
compartir los comentarios con los compañeros y los profesores. Y
sigo en ese proceso maravilloso.
Por
lo demás, casi nunca salgo de casa sin un libro en el bolso. Es un
objeto imprescindible en mi vida. Uno de los mejores compañeros de
viaje. No suelen defraudarme. Y, si lo hacen, no les pido más y
enseguida encuentro otro que me satisface. Hace años, al acabar un
libro, me quedaba sin saber elegir otra lectura. Tenía que esperar
para comprar un nuevo libro, a pesar de tener bastantes que no había
leído pero que no se encontraban entre mis apetencias. Sin embargo,
ahora tengo en mis estanterías una pila de amigos que esperan el
turno para que llegar a mis manos.
Los
libros me enseñan a vivir otras vidas, abren mi reducido mundo a
otros lugares, a otras emociones, a unas sensaciones que reconozco
cuando leo algún párrafo de Sándor Márai, Zweig, Magda Szabó. O
me sumerjo en los abismos vitales de Thomas Bernhard. O cuando me
deleito en la prosa fluctuante, en el dejarme llevar entre las olas
de palabras de António Lobo Antunes. Quizás parezca exagerado, pero
no puedo vivir sin los libros. Vivir sin leer es una especie de
muerte. Porque los libros me hacen soñar. Eternamente.
Silvia
Fernández Díaz.
Escritora
y lectora apasionada. Profesora. Administrativo por las mañanas.
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