¿Cuándo aprendí a leer?
No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado ¿cuándo aprendí a leer? Es triste que una de las cosas más importantes de mi vida, sino la más, y no recuerde cuándo ni cómo empezó. Me entristece porque me gustaría guardar ese recuerdo con fanfarria y fuegos artificiales. Imposible, no lo sé.
A veces pienso que debí nacer sabiendo leer, quizá en el vientre de mi madre, de puro aburrimiento por estar encerrada, visualizara las letritas y las aprendiera a juntar. Es posible, tan solo puedo contar que entre nebulosas que cubren el recuerdo más lejano de mi infancia me visualizo con una cinta blanca en el pelo y dos trenzas que prensaba mi madre por la mañana prontito, sentada en una silla bamboleando mis pies porque les faltaba un palmo para llegar al suelo…y leyendo. Leyendo sin parar. Leyendo todo lo que pasaba delante de mis ojos.
Es algo común a mucha gente y sobre manera a las que tenemos este noble oficio de escribir. Nacemos con un libro en las manos, tan pegado que no concebimos la vida sin lectura.
Recuerdo claramente como me sumergía en los cuentos, revistas de cotilleo (que tenía una tía siempre a mano) para reinventarme la vida y soñar con las damiselas de los cuentos llenas de princesitas amadas por príncipes versallescos y caballerosos, así como las luces de las actrices y aristócratas de la época.
Soy hija única y solitaria ocupante de una casa grande con unos padres muy ocupados, por tanto el tiempo se me estiraba hasta hacerse interminable como son los tiempos infantiles ¡quién pudiera tener esa sensación de parada temporal ahora! Cuando no tenía nada que leer me contaba a mi misma historias que casi siempre versaban con un futuro personal glorioso. Protagonista de historias emocionantes, de romances delicuescentes y románticos que me protegían de la soledad y también del desamparo que se da cuando vives casi sola en una casa grande y aislada.
En mi infancia no hubo rayuela, ni bicicleta, ni patines. No por tacañería paterna sino por falta de interés por mi parte. No tendría más de once años cuando compré mi primera colecciona de libros. Eran de lomo negro, lustroso con letras doradas -aun los conservo con veneración- que pagué religiosamente con mi paga semanal. Novelas clásicas francesas. Balzac, Zola, Flaubert, Sthandal, Guy de Maupasant... Lo juro. No es alardeo, porque como bien dicen mis chicos, debía ser una friky total. De esos vientos las sucesivas tempestades…que no todo fue literatura en mi juventud, ¡voto a Bríos!
Luego llegó el internado con su gran biblioteca. Como era chica formalita y buena estudiante (como dije, friky al cuadrado) me dejaban los sábados por la tarde entrar en la biblioteca principal del colegio. Había un sofá de cuero, orejero y mullido en el que me sumergía, dejando que el rayo tímido de sol vespertino acariciara mi cabeza con Stevenson, Louise May Alcott, Dickens, Verne y tantos más que devoraba como hambrienta en esa isla desierta del recinto sagrado que las dulces monjitas me dejaban disfrutar.
Esas tardes eran un regocijo de gozo tan intenso que pasaba la semana esperando el sábado dichoso donde vivir todas las historia que anhelaba vivir.
Quizá fue entonces que se me retorció la mente hasta hacerse imprescindible llenar mi vida de libros. No sé vivir sin leer, no se vivir sin imaginar historias, sin contarme los cuentos de la vida o de mis ansias vitales. Lo de escribir vino rodado, porque una escribe porque ama leer. Y escribe porque no sabe qué hacer con la imaginación que de otra forma la devoraría con afán destructivo.
Pero no sé cómo aprendí ni quién me enseñó. Y mira que me gustaría poder rememorar la magia de juntar letras hasta formar palabras con sentido que debieron herirme para siempre convirtiéndome en una adicta a la lectura. Y adicta a la escritura. Para bien o para mal, soy porque leo. Soy lo que escribo. Y soy porque escribo y leo.
María Toca Cañedo©
Coordinadora de http://www.lapajareramagazine.com
Escritora.
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